Isla partida, publicado en Almadía en 2021, por la recientemente ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz (2022) Daniela Tarazona, nos recuerda su talento y gran profundida. El libro, escrito en episodios fragmentarios, nos desacomoda como lectores con una historia llena de desdoblamientos y múltiples representaciones, de distorsiones de lo que se percibe como “real”, de el navegar dentro de una disfunción cerebral que difícilmente puede acotarse en un electroencefalograma o cualquier otro estudio médico. Los personajes de esta novela nos invitan a asomarnos a ver cómo es ir a esa isla, un espacio interior e individual en donde habita la mente, a la vez que a la vida diaria llena de recuerdos y de objeto que cuentan sobre las relaciones familiares, con la madre, la abuela, con uno mismo. El libro evoca voces de Clarice Lispector, una de las grandes influencias de Tarazona y resonancias de Silvia Plath y Daniel Paul Schreber, otras de las lecturas de esta brillante escritora mexicana.
Si hacemos una lista de los momentos de ansiedad que me despiertan los libros de Daniela Tarazona, podría escribir varias páginas. Será que es por eso que me gusta tanto y que me intriga leerla, por ese lugar incómodo en que me pone cada vez que me acerco a su inquietante obra. Así me pasó con su libro El animal sobre la piedra y con El beso de la liebre. Hoy llego a Isla partida publicado en Almadía en el 2021. Un libro que nos desacomoda en la vida mediante desdoblamientos y múltiples representaciones de lo que se percibe como “real”, pero no en el subconsciente, sino en lo que sucede y genera una disfunción cerebral.
El libro se inspira, como la escritora mexicana lo ha dicho en repetidas entrevistas y como lo pone en la “Nota de la autora” a final del libro, en su propia vida y su propia condición. Y dice: “Las imágenes reproducidas a lo largo del libro son arte del “Análisis espectral del electroencefalograma y potenciales relaciones a evento” que me realicé en mayo de 2014. Los fragmentos de texto que las acompañan han sido tomados de los hallazgos e interpretaciones médicas de este análisis” (129). La cita cierra con un agradecimiento para Guy Pierre Tur a quien le dice “gracias por ayudarme a equilibrar el sol”. Esta metáfora me parece de lo más emotiva y me parece que condensa mucho de lo que es esta novela fragmentaria, que nos refiere a escritoras como Clarice Lispector, una de las favoritas de Tarazona según nos cuenta en el episodio (22) que tenemos grabado con ella. También nos refiere a Silvia Plath, otra de sus influencias.
En la trama de Isla partida hay una historia personal que se bifurca en muchas historias: la de la narradora, la de la madre, de la abuela, de Eunice, la maestra de piano, el hombre que camina en el hospital. Todo se desenvuelve en una cotidianeidad que parece natural, naturalmente imperturbable, pero como Rivka Galchen ya lo ha dicho en Perturbaciones atmosféricas, nada que parezca “normal” es confiable.
La historia es de dos mujeres que marchan por hacía distintos destinos. Una irá a la isla, espacio simbólico de lo que está aislado de todo, en otra dimensión, tan bien representado en la portada ilustrada por Alejandro Magallanes en la edición de Almadía y donde el reflejo, la otra mitad del cerebro, queda hundido, sepultado, inalcanzable. La otra mujer se queda en el mismo lugar, desde ahí ve morir a su abuela, a su madre, seguir la vida que sigue alrededor de ella. Las dos atravesarán de un lugar a otro en delirios y desdoblamientos pero, a diferencia de otros autores que han hablado del tema como Ángel Martín, en Por si las voces vuelven, en Tarazona no hay voces que se escuchen en la mente, hay solo silencio. Es en la falta de palabras donde se gesta la imposibilidad de traducir lo que se está viviendo, de cómo decir lo que sucede en los episodios de confusión mental y en donde se siente que “este mundo está alcanzando su final”.
Las imágenes que acompañan el libro y las explicaciones médicas al calce dan cuenta de que la medicina, en su afán por entender y sanar, ha creado a lo largo de la historia de la humanidad un campo de estudio que interpreta lo que nos sucede mediante un lenguaje médico, que disecciona, define y reduce la experiencia de un paciente. Lo visible se traducen a descargas eléctricas, secreciones de líquidos o la falta de ellos, a una “hiperexitabilidad fronototemporal”, —dice el diagnóstico— la medición de sombras de distintas condiciones de actividad o reposo del cerebro, los flujos electroquímicos. La máquina revela “zonas de hiperactivación durante periodos no paroxísticos” es decir “en calma”, pero calma es lo último que hay en la obra.
Tarazona nos muestra que no es así de sencillo que esos dos hemisferios de esa isla partida que tenemos todos los seres humanos en el cráneo y que es de donde provienen la multitud de pensamientos a veces son tan fragmentados, confusos, superpuestos, simultáneos, que suceden en nuestra mente y que nos lleva concluir que no hay nada “real”, que nada es cierto, que todos mienten, especialmente nuestro cerebro a nosotros mismos.
Dividido en tres partes, con episodios fragmentados, el libro nos lleva a los inicios de los síntomas, a lo que ocurrió, al ir y venir a la isla, a la escritora perseguida, a la urgencia de que “hay que dejar por escrito los sucesos. Escribir para dar testimonio” (65) dice Tarazona. El capítulo “Epilepsia” dice “Una mujer estaba volando sobre las cabezas de todas nosotras. Se había quedado en la posición de loto pero iba y venía rozando el techo coronilla; crees que ella tenía unos cuarenta años, llevaba el pelo corto y unos pants de color verde esmeralda” (105). El libro nos lleva por una continua duda, sobre lo que sucede o si no está sucediendo en realidad, dice “Lo que sucede no es verídico”, “Esto sí sucedió”. En este momento cuestiona quién en realidad somos “No somos humanos” o “el cuerpo se cae a pedazos”, “el dolor es prehistórico” (85).
Tarazona, como lo hace siempre en sus libros, nos juega acá un doble discurso que es denunciatorio, el recurrir a la medicalización, la psicologización, y al empeño de la medicina y la sociedad en cifrar todo en un binomio simplista y acotado entre razón contra locura, o lo normal contra lo patológico.
La presencia de la muerte es continua en la obra. El suicidio, la miseria del ser humano, el cuerpo transformado, destrozado, revelan esas orillas de la vida y de la conciencia. En la mente de la protagonista se entremezclan los eventos: la maestra de piano que duerme con la madre, o recuerda la noche en que Lee Harvey Oswald cenó en una casa de la colonia Roma. También reconstruye los espacios, las pertenencias que le resultan familiares y que la ubican en un espacio histórico, el de su propia historia: el cuadro del rostro de Cristo, el de Velázquez, o el Arcángel San Miguel por ejemplo.
Pero a pesar de hablar de las disfunciones que puede tener el cerebro, Isla partida no es un libro sobre la locura. Es, por lo contrario, y como la autora lo dice en su “Nota”, la constancia de que el sol brilla en esos destellos luminosos que nos recuerdan que el delirio es otra forma de luz, como Daniel Paul Schreber recoge en su Memorias de un enfermo de nervios. Es también la constancia del fin del mundo y de cómo la mujer de la isla es testigo de ello.
El libro es entrañable y como tal me llevó a mis propios recuerdos. Y ¿no es para eso la escritura? Para ponernos a nosotros mismo al límite. Así parada en ese punto, me hizo recordar en el momento en que yo misma vi a mi madre perderse en una mente confundida, en su propia isla partida.
Leamos a Daniela Tarazona, despacio, varias veces, para navegar con ella en la riqueza de su obra.
Tú eras Gretel y tu primo Manuel, Hänsel; actuaban con todas sus fuerzas. Era la segunda vez que la abuela los ponía a actuar. Un verano antes, habían montado Sueño de una noche de verano, con presentaciones en las casas de la familia, tu abuela escribió para ti unos versos. Fuiste el lucero de la mañana, con una peluca de hijos plateados sobre la cabeza.